Los dolores habían empezado hacía ya dos semanas, para
ser precisos, en el día de su cumpleaños número dieciocho. Y no se habían
detenido desde entonces. Cada vez que Elizabeth se disponía a escribir, volvían
a atacar. Luego de la primera semana, había ido al doctor para que le diera un
diagnóstico y le recetara algún medicamento, pero tras realizarle diversos
estudios, no había llegado a una conclusión. La despidió con la promesa de una
llamada así que descubriera qué le ocurría.
—¡Agh! —exclamó mientras volvía a dejar el lápiz sobre la
mesa. Era imposible escribir con ese dolor intermitente en su cabeza. ¿Cómo se
suponía que se convertiría en una consagrada escritora, si no podía escribir
dos líneas de su historia sin que ese insoportable dolor inundara su mente?
Suspiró mientras sostenía la cabeza entre sus manos. No
veía la hora de recibir la llamada. Por lo pronto, se vestiría para ir al
colegio, o acabaría llegando tarde. Otra vez.
* * *
* *
Monique corría por las calles londinenses. El cuaderno
estaba escondido en su abrigo. Ese maldito cuaderno. ¿Cómo iba a saber que todo
lo que allí se escribía, se hacía realidad? Era una bruja, no una adivina. Y
ahora estaba corriendo, escapándose de aquellos que querían robárselo. Monique
sabía que en las manos de la persona equivocada, el cuaderno podía ser un arma
letal. Entró en su pequeña tienda de antigüedades y lo escondió. Su portada
oscura, adornada con detalles aún más oscuros, lo hacía camuflarse bien. Tras
dejarlo, empezó a recitar un conjuro, aquel que llevaría su tienda, y tal vez
las de alrededor, a otro tiempo y espacio; aquel que escondería al año 1800, en
una época más moderna, convirtiendo la calle, en un pequeño lugar donde el
tiempo no pasaba.
Cuando sus persecutores estaban dispuestos a doblar la
esquina que los llevaría a la tienda, Monique recitó la última palabra. Sintió
al proceso de transportación realizarse y suspiró aliviada. Estaba a salvo. Y
se encargaría de dar ese estúpido cuaderno a la primera persona honesta que
entrara a su tienda.
* * *
* *
Salir de su casa le había llevado más tiempo de lo
esperado, pero fue su error pensar que su madre la dejaría irse sin antes
almorzar. Al menos el contratiempo mostró ser útil, pues pudo estar en su casa
al momento en que el médico llamó.
Le había dicho que fuera al consultorio ni bien saliera
del colegio, y que no se alarmara, que él había encontrado una solución. Sin
embargo, ella no podía evitar preocuparse. La embargaba la sensación de que
algo estaba a punto de salir mal.
—Basta —se dijo a sí misma—. Deja de pensar en eso de una
vez o no podrás concentrarte en clases. Y sabes que eso no puede volver a
pasar. No con los últimos exámenes a la vuelta de la esquina.
Respiró profundo y se dispuso a caminar la última calle
para llegar a su escuela. No fue hasta ese momento que se dio cuenta que no
había tomado el camino habitual. A decir verdad, no sabía qué camino había
tomado. Nunca antes había estado en ese lugar. Era como si hubiera salido de la
nada. Giro sobre sí misma, asombrada de lo que veía. Los edificios antiguos y
las calles empedradas parecían sacados del bello Londres de las novelas de
Conan Doyle. Era un fragmento de tiempo atrapado en una moderna ciudad a la que
Elizabeth llamaba hogar. Se sorprendió de no haber estado ahí antes, o de jamás
haber escuchado al respecto. Con su atmósfera taciturna, este era el típico
lugar del que hablaban en su club de poesía. Le extrañaba que ninguno de sus
integrantes hubiera mencionado su existencia.
Como escritora, este lugar le parecía perfecto para ser
el escenario de una novela. Una que podría escribir si ese maldito dolor de
cabeza no hubiera vuelto a aparecer ni bien comenzó a pensar una trama.
Cerró los ojos e intentó tranquilizarse. Enojarse no iba
a ayudar a que ese malestar se fuera. Trató de concentrarse en algo, pero no
sabía en qué. Miró a todas direcciones, buscando un punto de concentración, y
no encontró nada. Estaba a punto de dejarse llevar por la ira y la indignación,
cuando la vio. Esa pequeña puerta de madera con una ventana de cristal en la
que colgaba un cartel que leía: “Tienda de antigüedades de Madame Monique”. Era
casi invisible entre las vidrieras de cristal de dos tiendas ostentosas, pero
por algún motivo, le llamó la atención. Quizás era el aura de misterio que la
envolvía, o tal vez simplemente el hecho de que fuera una tienda de
antigüedades. Elizabeth las amaba, pues cada objeto tenía una historia digna de
descubrirse.
Se acercó a ella, hipnotizada por la atracción que le
ejercía. Estiró la mano, buscando el picaporte, y cuando empezaba a abrir la
puerta, la campana de una iglesia sonó en la lejanía. Sobresaltada, retrocedió.
Las campanadas la devolvieron a la realidad, y al contarlas, notó cuanto tiempo
había perdido en ese lugar. Al principio pensó que había contado mal, pero al
mirar su reloj, confirmó que era verdad. Eran las cinco de la tarde. Las clases
ya habían terminado, y ella siquiera tuvo la oportunidad de llegar al colegio.
Ya no había tiempo para lamentarse por eso, tenía que ir a ver al doctor.
Corrió rápidamente por las calles para llegar al
consultorio a oír el diagnóstico. Esperaba que al menos eso saliera bien, así
su día no sería una decepción total. Mal sabía ella lo equivocada que estaba.
* * *
* *
Tendría que haber
sospechado cuando el doctor suspiró. Nadie suspiraba si algo bueno saldría de
su boca.
—Es insólito —le había
dicho—. Parece salido de la mente de un escritor. Al parecer tienes una extraña
condición en tu cerebro, una enfermedad que sólo ataca y se propaga cuando
piensas en ideas para escribir, y que, si continuas haciéndolo, conllevará el
deterioro del mismo hasta ocasionar tu fallecimiento.
Le había dicho que no
sabía cómo curarla, pero que al aparecer la condición solamente mientras
pensaba y escribía sus novelas, la solución obvia era que dejara de escribir.
Cuando lo escuchó
pronunciar esas palabras, el mundo se le vino abajo. ¿Cómo podía dejar de
escribir para siempre? Ni bien lo había dicho, Elizabeth salió del consultorio
y empezó a correr. Y eso era lo que estaba haciendo ahora: estaba corriendo,
escapándose de esas palabras; escapándose de su peor pesadilla.
Se detuvo abruptamente
cuando notó en dónde estaba. Había ido, nuevamente sin querer, a aquella calle
de aspecto londinense. Otra vez se encontraba frente a la tienda de
antigüedades, pero esta vez, entró sin vacilar. Caminó unos pocos pasos,
mirando a su alrededor, cuando golpearon suavemente su hombro.
Asustada, giró para
encontrarse con una mujer delgada de pelo plateado, que a pesar de eso, no
lucía como una persona mayor. La miraba con una amplia sonrisa.
—¿Puedo ayudarla,
señorita? —dijo con voz cansada pero sincera.
—No, yo… sólo estaba
mirando. Ya me estoy yendo —dijo Elizabeth, caminando hacia la salida, cuando
algo le llamó la atención.
Era un libro con
encuadernación oscura y arabescos aún más oscuros dibujados en la tapa. La
mujer siguió la mirada de Elizabeth y descubrió qué le había hecho detenerse.
—Oh, señorita, ese es un
cuaderno muy especial, es mágico —dijo la mujer entre suaves y reconfortantes
risas.
—Yo no creo en la magia
—contestó Elizabeth, mirándola a los ojos.
—Entonces no tendrá
ningún problema en llevárselo. —Antes que Elizabeth pudiera negarse, añadió—:
Es un regalo.
Dicho eso, le entregó el
cuaderno y la empujó con delicadeza para que saliera de la tienda.
Aún sobresaltada por los
acontecimientos ocurridos, Elizabeth se sentó en la vereda frente al negocio.
Los sucesos de aquel día daban vueltas en su mente. La calle londinense, lo que
le dijo el doctor, la mujer, el cuaderno… Pero Elizabeth ya no estaba
preocupada por nada de eso. Había tomado una decisión. El cuaderno la había
ayudado a hacerlo.
Si no podía escribir sin
morir, moriría haciéndolo. Era mejor que vivir sin hacer lo único que le
apasionaba.
En aquel fragmento de
tiempo, abrió el cuaderno y se dispuso a escribir. Los dolores empezaron a
atacar, pero esta vez, ella no se detendría. Con letras firmes y prolijas,
empezó a escribir una historia que creyó inocente, sin saber que era esta la
causante de su terrible condición. Con trazos decididos, redactó:
Los dolores habían empezado hacía ya dos semanas, para ser precisos,
en el día de su cumpleaños número dieciocho...